Murió Mario Benedetti, un hombre «de a pie»

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Por Alejandro Stein – Kibutz Barkay, Israel

Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío.

(Martín Santomé en su diario, al enterarse de la muerte de Laura Avellaneda.)

No hay nada más para decir. En Montevideo se ha muerto, no como del rayo, sino apagándose, lenta, gris, pacífica, tristemente, Mario Benedetti. Ochenta y ocho años, los últimos de mucha tristeza sin su Luz, la compañera de casi toda la vida, que lo dejó sin ídem y sin fuerza.

Benedetti fue un poeta, un escritor, un  militante, un hombre de principios, y fue, sobre todo, o quizás por todo eso, un hombre profunda y entrañablemente bueno y sencillo, siendo quien era, una de las grandes figuras de las letras latinoamericanas, o de las letras a secas.

Desde mi adolescencia, desde que lo conocí a través de «Montevideanas» y «La Muerte y otras sorpresas», me hizo sentir que escribía para mí y para los como yo. Podría haber sido mía la historia de amor de «La Tregua»,  porque sintió como yo y dolió como yo, me hizo conmocionarme con Gracias por el Fuego, levantar el puño e  identificarme con sus «Letras de Emergencia», en «El país de la cola de Paja», resulta imposible  darse cuenta a qué margen del Río de La Plata se refieren sus artículos, nadie podría haber expresado mejor lo que significa para mí  la sensación del desexilio (palabra inventada por él) que él mismo en su poema «Quiero creer que estoy volviendo». La lista es interminable, recurrente, hermosa. Y cuesta creer que se terminó. Él dijo que escribía para «el hombre de a pié». Yo creo que el hombre de a pie para el que él escribía era el hombre de clase media rioplatense, de centro izquierda o izquierda. Véase a Budiño en Gracias por el Fuego, hijo de un burgués corrupto devenido en agente de viajes, véase a Santomé mismo en La Tregua. Al personaje de «Andamios», a parte de los personajes de «Con y sin nostalgia».

Como él mismo dijo en su poema «Consternados, Rabiosos», escrito al enterarse de la muerte del Che, donde esté, si es que está, será una pena que no exista Dios.

Se fue uno de los hombres que más respeté en mi vida, y no sólo por sus condiciones de novelista, cuentista y poeta, sino porque fue  «A Mentch»

Alejandro Stein
Barkay, 18/5/09

Rabino contra la religión en Tzahal

SoldadoReza

Érase un grupo de soldados que regresaron a su base después del franco de Pesaj, sin afeitarse, lo cual está prohibido en el ejército. Sólo que estos soldados, además, eran amigos, y miembros del movimiento Masortí, o sea, de la corriente religiosa conservadora.

Según la tradición, estamos en los días de la Cuenta del Omer, que dura 49 días, o sea, las siete semanas entre Pesaj y Shavuot. Durante todos esos días, la grey practicante mantiene algunas normas de duelo por la destrucción de nuestro Templo, entre otras desgracias históricas, y una de ellas es el no afeitarse. Y la corriente conservadora, igual que la ortodoxa, es «halájica» en estos asuntos, es decir, sus miembros se ciñen en comunidad a las reglas rituales.

Pero en Tzahal, el ejército israelí, hay rabinos militares encargados de decidir quién es religioso y quién no. De otro modo, toda la soldadezca podría aprovechar la volada y decidir por motu propio, de repente, no afeitarse, lo cual significaría una falta masiva a la disciplina militar, rayana en el motín, Dios nos libre.

Y el comandante de los muchachos conservadores, temeroso de semejante insolencia o, más bien, cuidadoso de su propio trasero, envió a sus subordinados ante el rabino, para que fallara en su caso: ¿tienen derecho a llamarse religiosos y a no afeitarse en los días de la Cuenta del Omer?

Hete aquí que el rabino falló en contra de la religiosidad de los chicos, quienes debieron afeitarse en contra de sus creencias religiosas judaicas. «Ustedes no son religiosos», determinó, «y por lo tanto no podrán cumplir con las reglas del Omer, y deberán afeitarse». Lean otra vez, por si todavía no se quedaron con la boca abierta.

Los conservadores no son «religiosos», «datiím», según la terminología israelí. Subrayo: cuando aquí la gente dice «datí», según la terminología israelí -que no según la judía- la referencia es al ortodoxo, pues las demás corrientes, hasta que no hagan aliá en masa y corten y pinchen políticamente, no existen. Es una cuestión de posicionamiento, marketing puro. Así como la Coca Cola es sinónimo de toda bebida de cola siendo en realidad una marca, «datí», religioso, es aquí sinónimo de ortodoxo. Sorry.

Nuestra historia no ha terminado, y los padres iban a protestar. Probablemente ganen, si es que no lo han logrado ya a la altura de estas líneas. Pero el hecho en sí marca de modo patente hasta las lágrimas, de risa y también de bronca, uno de los absurdos magistrales de la sociedad israelí: un rabino, y encima ortodoxo, de esos que de común nos insisten hasta el hartazgo, hasta que casi nos dan ganas de tirarlos desde el último piso de Azrieli, sin importar si somos conservadores o ateos, con que nos pongamos tefilin, comamos casher y no viajemos en Shabat, Guevalt!, prohibió -repito: prohibió- a otros judíos, que no importa si son conservadores o ateos, cumplir reglas de la halajá ortodoxa.

Más clarito, y sin tanta subordinada: rabino prohíbe a judíos practicar el judaísmo. ¿Ahora se entendió?

Es sólo un botón de muestra de lo que ya se ha convertido en lugar común: que Israel es el único país occidental en el que no existe la libertad de culto para los judíos. Vergüenza debería darnos.

Jerusalem se escribe con M

Jerusalem

Nos ha llegado el hermoso libro de Abraham Argov, «Jerusalem se escribe con M», con estampas breves, entrañables, de la capital israelí, con sus calles y edificios que resuman historia, y también con su gente, que desborda en mundos enteros.

Abraham Argov es un hombre de Jerusalem. Ha vivido allí desde siempre, y ha trabajado y activado por la ciudad y por el mundo judío, del que Jerusalem es centro. Y la centralidad de Argov, olé de la Argentina, queda oculta, como el misterio mismo de la ciudad. Como pista, por ahí aparece una foto de él caminando por la Ciudad Vieja, medio de espaldas, a la Hitchkok. En otra da la cara, tocando el violín nada menos que con Teddy Kolleck, el legendario alcalde. Y aunque titule una de sus estampas, como otra pista, «El Teddy Kolleck que yo conocí», y aunque haya trabajado con él (infidencia nuestra), en su texto se empecina en el misterio, y salvo ese desliz con el violín, insiste en ser el que sostiene la «cámara», en lugar de estar frente a ella.

Se puede visitar la ciudad y llevar tranquilamente este libro, para leer y  dar voz a los lugares, que son mudos, pero sólo en apariencia.

Me tomo el atrevimiento de publicar uno de los textos, que habla de un lugar de esos, que es mudo sólo en apariencia: un simple hospital. Pero un hospital de Jerusalem:

Hospital Shaarei Tzedek

Hace algunas semanas visité en el Hospital Shaarei Zedek a un buen amigo, internado por unos días.

En su habitación había tres camas, separadas por cortinas. Una estaba ocupada por él, nacido en Roma y descendiente de una familia llegada a Italia tal vez en la época de los césares o quizás en tiempos de la expulsión de los judíos de España, no lo sabe. Su idioma materno es el italiano, pero domina también el español, el portugués, el francés y el inglés, además del hebreo. Su esposa, nacida en Rusia, habla ruso y alemán, ya que sus padres emigraron de Rusia a Alemania, para salir de allí con el surgimiento del nazismo, y partir a Palestina. Además de hebreo, habla también español, portugués e inglés. A pesar de sus sólidos conocimientos de la tradición judía, los dos impartieron a sus hijos una educación laica.

En la cama contigua se veía a un inmigrante de la ex Unión Soviética, religioso, que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo libros sagrados y rezando en hebreo. Cuando entraba a visitarlo su hija, una mujer de mediana edad vestida como las mujeres religiosas de Jerusalem y acompañada por cinco niños (cuatro varoncitos con solideos y una niña), el abuelo hablaba con ellos en un hebreo insuficiente; cuando no lograba expresarse en el idioma de los nietos, recurría a su hija y hablaba en ruso.

En la tercera cama había un hombre de mediana edad, un poblador de la vecina aldea árabe de Djabel Mukabar, quien recibía la visita de sus dos mujeres, tres hijos, dos hermanos y su padre. Todos hablaban árabe entre sí, y hebreo conmigo.

Dos días después, en mi segunda visita, ya no vi a la familia árabe. El problema médico se había solucionado y el enfermo había sido dado de alta. Junto a esa cama encontré a un grupo de jóvenes que acompañaban al nuevo paciente, joven como ellos. Todos hablaban español y estudiaban en un instituto religioso para jóvenes interesados en abrazar el judaísmo. El grupo estaba integrado por muchachos de Venezuela, Colombia, Brasil y España (Ibiza), y una joven peruana.

Trabé conversación con ellos, que no cesaban de plantearme preguntas. Todo les interesaba: el país, su geografía, sus costumbres, las comunidades judías de la diáspora.

Uno de ellos me relató su historia. Nació cristiano, y un tío suyo le reveló en secreto que la familia había llegado a Sudamérica siglos atrás huyendo de la Inquisición y que, desde entonces, conservaba en secreto los ritos de la religión judía a la que siempre había pertenecido. El trauma del muchacho fue tremendo al escuchar la revelación del tío; empezó a interesarse por su pasado familiar, leyó todo lo que estaba a su alcance sobre la historia y la tradición judía, y hoy en día está en Jerusalem preparando su retorno a las fuentes para reintegrarse a su viejo-nuevo origen.

Cuatro historias, cuatro estampas diferentes, muchos idiomas y costumbres en una misma sala del Hospital Shaarei Zedek.