Chau, Michael

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Dentro de poco, alguien podrá decir que este es un blog de obituarios. No comenté el discurso de Netanyahu, pero no nos olvidamos de Alfonsín ni de Benedetti. Y hoy acá estoy, despidiéndome de Michael Jackson.

Michael Jackson fue toda una época. Don Juan, aquel viejo brujo tolteca de «Las enseñanzas de…»,  diría que se trataba de un «adversario digno». Para nosotros, jóvenes latinoamericanos de los años ’70 a los que nos gustaba llamarnos pensantes, era el símbolo de todo lo aborrecible: música disco vacía de contenido y de valores, industria cultural de corte imperialista, en la que unos pueden producir videoclips en masa porque otros no tienen lo que comer.

Nos gustaba mirar con desdén todo lo que fuera la onda Jackson, y cada vez fue más patética su ola de operaciones faciales, a medida que el racismo anti-negro se hacía menos y menos aceptable en el mundo. Por supuesto no renegaríamos nosotros de nuestra identidad negra si la tuviéramos, no crearíamos un zafari que llevara nuestro nombre ni bambolearíamos bebés desde los balcones, cuando nuestras carreras y nuestros egos sufrieran crisis. No cabe duda: con Michael Jackson teníamos contra qué luchar.

Pero hoy me levanté, y me desayuné con la noticia de su desaparición. Me quedé helado. Hoy, despojado de mi pose setentista, ya no temo admitir que también también me puse triste. Mis cachorros se despertaron, no me pude contener y les conté que Michael Jackson se murió. Michael Jackson se murió. Les conté quién era, y les mostré por Youtube su famosa «caminata lunar».

Nos fuimos caminando los 200 metros que hay hasta el cole tratando de imitársela, y yo tratando de cantar Billy Jean, cuya letra no entendí jamás.

Sin Michael Jackson, el mundo no es el mismo. En más de un sentido.

PD: También se murió Farrah Fawcet, la diosa de «Los Ángeles de Charlie». Digo, para hacer honor a este blog de obituarios. Zijronam librajá…

Obama y el arte de la puesta en escena

Obama 

Me gustó el discurso de Obama. La novedad que trajo no fue su contenido sino su forma. Porque, la verdad sea dicha, Obama no dijo nada nuevo. Lo nuevo estuvo en la manera en que armó la puesta en escena, la dimensión de espectáculo, los días que precedieron, con un impresionante marketing del «Discurso de Obama», con vistas a la avant premier, que fue presenciada por el mundo entero, y más allá también.

Obama les dijo a todos lo que ya sabían, pero lo dijo de un modo en que todos quedaran contentos. Obama intentó decir a todos lo que esperaban oir, pero no le molestó, tampoco, que todos se pudieran molestar. Ayer me consultaron en la CNN en español, y antes de mi intervensión, un analista peruano de origen palestino se quejaba de que Obama hablara del  fin del terrorismo, siendo que Israel no había cesado la construcción en los asentamientos desde los años ’90, cuando los acuerdos de Oslo. Yo recordé luego, a mi turno, que tampoco los palestinos cesaron con el terrorismo, a pesar de que ello también formaba parte de los mismos acuerdos. Pero eso no era lo más importante.

También los judíos e israelíes se pueden enojar. Obama, por primera vez, equiparó por completo a palestinos con israelíes. Comparó el sufrimiento del pueblo judío de siglos hasta llegar al Holocausto, con el sufrimiento palestino de «las últimas décadas». Y equiparó el terrorismo palestino con la construcción en los asentamientos, frente a lo que la derecha siempre se ha enojado: «¿Construir casas es lo mismo que matar mujeres y niños inocentes? ¿Cómo amenaza la paz construir lugares donde vivir?»

Pero Obama les estaba diciendo otra cosa, a condición que se lo quiera oir: por primera vez tienen un presidente norteamericano que intenta ser un mediador imparcial en serio, que entiende tanto a unos como a otros, que habla del «Holly Koran» y resucita su segundo nombre, Hussein, pero que mañana visitará Buchenwald, porque no se olvida.

Ahora tienen ustedes dos opciones: o seguir colocados de cara al pasado y quejarse infinitamente, o de convertir el conflicto en problema, y colocarnos todos del mismo lado frente a ese problema en común, y de cara al futuro.

Todos ustedes, les dijo ayer Obama a todas las partes de todos los conflictos en el Medio Oriente, saben perfectamente qué es lo que pueden alcanzar, qué es lo que les corresponde. Todos ustedes, también, saben cuál es el precio que tendrán que pagar por ello, qué es lo que las otras partes esperan de ustedes. Ya lo hemos hablado hasta el cansancio, y de algunas de esas cosas tenemos incluso contratos firmados.

Y aunque esto estaba tan claro, Obama se tomó el trabajo de nombrar una por una a las partes del conflicto, sus necesidades, sus exigencias y sus precios a pagar, pero sin pretensiones de renovar en la información, ni de fundar en El Cairo ninguna «Doctrina Obama». Con respecto a Israel y los palestinos, prácticamente se trató de una repetición de la Hoja de Ruta.

Ahora, terminó Obama, dejémonos todos de berrinches y de quejas, y hagamos lo que tenemos que hacer, pero esta vez, todos juntos.

Todo ello, repito, a condición que se lo quiera oir, pues se sabe que, si tanta gente desea algo, nada es imposible. Pregúntenle, si no, a Theodoro Herzl. Y para atacar esa dimensión emocional, igual que el dramaturgo frustrado Herzl en aquel 1° Congreso Sionista de 1897, al que montó como si fuera una gala teatral, es que el histriónico Obama armó lo que armó.

Aunque los resultados se verán en la cancha -pero el norteamericano ya trae buenas referencias-, ya no cabe duda de que Obama es un artista del marketing, de la oratoria y de la escena.