Por Marcelo Kisilevski
La última resolución de la UNESCO que niega todo vínculo histórico entre el judaísmo y el cristianismo con Jerusalén es la espantosa prueba de la naturaleza que ha cobrado la lucha que encarnan los enemigos de Israel al no poder vencerlo físicamente: la reescritura de la historia o, más exactamente, el robo de la memoria histórica de un pueblo. El ser víctima puede dar derechos, pero mentir descaradamente no es uno de ellos. No se puede decir que Jesús era palestino. Ni que los judíos no tienen nada que ver con Jerusalén. Sencillamente no se puede.
«Pero bueno, todos los pueblos construyen narrativas», me dijo un universitario argentino durante una conferencia en Israel. Mi respuesta fue, probablemente, anti-posmoderna: narrativa no es sinónimo de mentira histórica deliberada con objetivos políticos ligados al presente. Más todavía: existen sustratos de verdad. Yo puedo decir que una mesa es útil, o demasiado pequeña, o pasada de moda. Eso es hacer narrativa de la mesa. Lo que no puedo decir es que se trate, no de una mesa, sino de un gato. Eso es mentir.
En el caso de Jerusalén, los musulmanes pueden sostener, si quieren, que les resulta más importante que a los judíos, o asegurar -como lo hacen- que el Corán se refiere a Jerusalén cuando se refiere a «El lugar más extremo», desde el cual Mahoma ascendió al cielo en su sueño. En ese plano nos podemos entender.
Pero lo que el mundo árabe no puede hacer es sostener, sin avergonzarse, que no hay ligazón alguna entre Jerusalén y los judíos, que fueron los que dieron a la ciudad su carácter atractivo y sagrado para el resto de las religiones. Sin los judíos, los árabes probablemente no se habrían fijado en ella jamás. Las pruebas son científicas y son extrabíblicas, no solo aparece la ciudad en la Biblia, sino en miles de restos arqueológicos y textos antiguos.
La UNESCO, con su resolución, anuncia con bombos y platillos que la verdad ha dejado de ser un valor consagrado. Los árabes, por su parte, han pateado el tablero y han enviado las reglas del juego al demonio.
Último punto a señalar, y esto para los países que han aprobado la resolución, que todavía lo puedo entender viniendo de los países árabes, pero no de países con una conducción más o menos racional. Por menos paranoico que quiera ser este judío que escribe, por menos partidario que quiera ser del falso «todos nos odian» y «todo es antisemitismo» que esgrimen algunos de mis correligionarios, no puedo dejar de hacer notar el hecho incontrastable de que estas piruetas de reescritura histórica no se perpetran contra otros colectivos. Nadie les espeta a los franceses: «No hubo Revolución Francesa», ni a los españoles que no hubo ni Guerra Civil, ni Franco ni destape. A nadie se le ocurriría insultar al Dalai Lama diciéndole que el Tibet nunca perteneció a los tibetanos sino a los chinos, o acusar a los mejicanos de haber inventado a Pancho Villa y a los aztecas. Con el único grupo con el que todos se animan, contra el que todo, pero absolutamente todo, sin límites, parece estar permitido, es el grupo de los judíos.
Solo los judíos, una y otra vez, deben enfrentar olas renovadas de reescritura criminal de la historia -ya con la Shoá, ahora con Jerusalén- disfrazada de revisionismo o de reivindicación de la «víctima que desafía la narrativa dominante».
Hay narrativas dominantes, y se pueden desafiar. Pero si para hacerlo no le queda a la víctima más alternativa que mentir con descaro, esto señala dos cosas: una, que si su retórica es falsa, su carácter de víctima puede ser también cuestionable, pues, ¿en qué más les están mintiendo a todos?; otra, que se desprende de la anterior: que hay una narrativa del débil que también puede ser desafiada. Válgales de advertencia.